Mi historia con el fútbol
Hace apenas cinco meses que me descubrí como una mujer transgénero. Han surgido muchas dudas respecto a cómo encontrar mi lugar en la sociedad, pero uno de los más importantes, aunque pueda llegar a sonar algo banal, es ¿en dónde y con quién podré jugar fútbol?
Crecí con el fútbol como parte de la vida. Mi padre es uno de tantos ejemplos del "casi jugar como profesional" y fue mi primer gran ídolo del fútbol. Verlo volar en la portería era como ver a un superhéroe en vivo y en acción. Además crecí en una familia llena de tíos que amaban jugar fútbol. Cada sábado era casi obligatorio juntarse para la cáscara. Ahí, en cada una de las canchas improvisadas, ya fueran con pequeñas porterías de metal o simplemente con cuatro piedras, sucedían encuentros maravillosos, jugadas memorables, rivalidades a muerte y complicidades efímeras y eternas.
Después de cada batalla, de regreso a casa de mi abuela, nos esperaba con jarras enormes con agua fresca de sandía, guayaba, ciruela, naranja, etc. Comíamos discutiendo cuales habían sido las mejores jugadas, nos reíamos de algúno que otro accidente y no faltaba el ardido que se sentaba a comer en las escaleras sin hablar con nadie. El cuerpo se enfriaba y empezaban a doler los golpes que no habíamos sentido al calor de la competencia. Ganar o perder sí era importante, pero nunca definitivo. Al siguiente sábado tendrías otra oportunidad.
Siempre he pensado que tuve muchos hermanos mayores, en cada juego me enseñaban algo nuevo, desde cómo patear correctamente el balón hasta cómo enfrentar una derrota, pasando por tolerar al otro que no hacía bien su trabajo según mi opinión y el nunca burlarse del vencido. Ellos tuvieron un papel importante en mi desarrollo, aunque no lo supieran.
De niño no era muy bueno, a veces me enojaba por las burlas y me iba a jugar a otra cosa. Pero nunca me dí por vencido. Mi tío Alejandro, que es apenas dos años mayor que yo, siempre fue mi compañero de entrenamiento. Crecimos viendo jugar al Brasil de los noventas, tratando de imitar a Romario, Ronaldo y Roberto Carlos, admirando la clase de Zinedine Zidane con Francia, la rapidez de Michael Owen con Inglaterra y el férreo catenaccio de Italia con Maldini. Nuestra rivalidad nos volvía cada vez mejores, el me retaba constantemente y yo a él. Cada fin de semana llegábamos con nuevos retos, competimos en dominadas, fútbol-tenis (o cuadrito, como nosotros le decíamos), filigranas que veíamos en la tele, colgábamos llantas para ver quién le daba al centro, con parte interna del pié, con parte externa, dominabamos latas de aluminio aplastadas, tirábamos penales, entre muchas cosas más. Soñábamos con ser profesionales, con entrar a la cancha en un estadio repleto de espectadores y jugar con la selección mexicana. Pero no era el fin, el fin siempre fue divertirnos y competir.
Así fue como llegué a obtener un nivel decente. Ya en la secundaria jugaba seis o siete días a la semana, ya fuera en la escuela, afuera con mis amigos o los sábados con mis tíos. Miraba todos los partidos que podía por televisión y de vez en cuando me encontraba gritando en el estadio los goles del Morelia, o mentando madres. El fútbol se volvió mi vida.
Después crecieron mis primos menores y se repitió el ciclo. Ahora los que antes admiramos y aprendimos nos volvimos los referentes cercanos, fue otra época maravillosa. Los más grandes se fueron ausentando pero a veces se nos unían. Aquello resultaba épico; las viejas rivalidades seguían allí, los grandes contra los chicos, los chicos contra los más chicos. La casa de mi abuela nos esperaba igual, como la guarida de siempre.
Pero un día fuimos más los grandes que los chicos y la vida de adulto tiende siempre a sepultar las cosas realmente valiosas. Hoy nos vemos de vez en cuando, a veces solo somos Alejandro y yo, a veces se unen los más chicos (que ahora ya andan en los veintes). Pero sigo sintiendo lo mismo, siempre es una celebración, donde el tiempo pierde peso, el estrés desaparece y la vida no parece tan espesa, solo somos unos niños jugando, disfrutando, sonriendo, compitiendo y soñando.
Gracias al fútbol mi vida está cargada de recuerdos muy luminosos y felices: Mi tío Guillermo (el doctor) dominando el balón y diciendo "quisiera que se me cayera, pero no puedo", Carlos quitándome el balón sin que me dé cuenta, Moises dandome consejos de cómo armar una jugada bonita, Memo pegándole con parte externa del pié mientras se ríe, Cristian metiendo golazos imposibles para después fallar a un metro de la portería y sin portero, Pedro intentando jugadas de los supercampeones y contando anécdotas inverosímiles, mi papá lanzando una chilena, Hector impasable e imparable, Temo haciendo lo mejor posible (jejeje). David, Daniel, Lalo y mi hermano Fer en la cancha de las vías del tren, la primera vez que pude golpear el balón con efecto entrenando con Alejandro sin importarnos la cancha inundada por el aguacero, etc, etc, etc.
Todo en escenarios improvisados como La congeladora con sus palmeras poncha balones, la cancha de basquetbol de Pemex que olía a residuos químicos, la canchita junto a las vías del tren donde el pavimento se levantó y tuvimos varios accidentes serios, la calle afuera de la casa de mi abuela con el portón del terreno baldío como portería, el taller de mi abuelo que llenaba de grasa todo lo que entraba, las canchas de Policía y Tránsito; sede del torneo anual de tiro de penales cada 25 de diciembre, entre otros lugares especiales.
Es por todo esto que ahora, siendo mujer trans, sueño con encontrar un lugar adecuado para seguir jugando, con mujeres, con hombres, como sea. Llevo casi treinta años jugando fútbol y en ningún momento he dejado de disfrutarlo, y sé que encontraré la manera de seguir haciéndolo. Hace algunos días nos juntamos con Alejandro, mi primera vez chutando un balón como mujer trans, y no ha cambiado nada, ambos estamos cerca de los cuarenta y nos sabemos de memoria las mañas del otro. Llegará el día en que estos encuentros cada vez más fortuitos dejen de suceder, llegará el día en que ya no pueda jugar fútbol, pero no será ahora.