sábado, 12 de diciembre de 2020

El accidente

 



No alcanzó a frenar, tal vez porque estaba ebrio. Pero él siempre estaba ebrio, así estaba acostumbrado a manejar. Todos frenaron excepto él. Fue debido a ello que la camioneta rodó por encima del coche de enfrente. No paró de rodar hasta quitarle la vida. 

La verdad está en los detalles. Una camioneta atravesada en el camino, tal vez un asalto. Un hombre con el cráneo fracturado colgando del asiento del piloto. Una mujer malherida a su lado, los hijos prensados entre los fierros, un dedo colgando a penas de una hebra de carne, fracturas, hombros luxados, cuellos torcidos, gritos, shock. 

Solo era uno de tantos viajes en familia hacia la playa. La misma carretera de siempre. Playa azul se quedó esperando al abuelo ebrio que flotaba dormido más allá de donde rompen las olas. 
Yo, apenas un adolescente, habría estado en esa camioneta si mis padres no estuvieran en plena separación. 

Así, en medio de la incertidumbre, fue como me enteré de la muerte de mi abuelo. Ese fue el accidente que representa el momento clave del inicio del caos en mi familia. Así conocí el verdadero poder del azar. 

Shirley La Blue. Microrrelato. El accidente

viernes, 11 de diciembre de 2020

El pendiente

Photo by Tom Roberts on Unsplash

 

Al abrir la puerta de aquel pasillo aprendí un nuevo lenguaje de señas. El humano siempre encuentra la forma de comunicarse. Aunque sea a través de una ventana a mil pasos de distancia. 

Tuve cama; el piso de la regadera. Por la noche no podía dormir, hacía falta resolver algún pendiente. La gargola, las sardinas, el faraón, todos dormían. Yo lo hice poco después.   

Nos despertaron a las cinco de la mañana, habría un cambio inesperado. Fue entonces que comprendí, claro, había hecho falta tapar el agujero del retrete. La rata salió cuando ya no vió la luz de ningún ojo. Logró morder los pies de todos, pero más los de las sardinas. Todo por no tapar el maldito agujero. 

Me dejaron libre al día siguiente. Solo duré diez días en aquella celda. Me fui con una advertencia clara: si osaba volver me esperaban dos tablazos en las nalgas. 

Shirley La Bue. Microrrelato. El pendiente

lunes, 14 de septiembre de 2020

Fútbol; una celebración de la vida.

 


Mi historia con el fútbol

Hace apenas cinco meses que me descubrí como una mujer transgénero. Han surgido muchas dudas respecto a cómo encontrar mi lugar en la sociedad, pero uno de los más importantes, aunque pueda llegar a sonar algo banal, es ¿en dónde y con quién podré jugar fútbol?

Crecí con el fútbol como parte de la vida. Mi padre es uno de tantos ejemplos del "casi jugar como profesional" y fue mi primer gran ídolo del fútbol. Verlo volar en la portería era como ver a un superhéroe en vivo y en acción. Además crecí en una familia llena de tíos que amaban jugar fútbol. Cada sábado era casi obligatorio juntarse para la cáscara. Ahí, en cada una de las canchas improvisadas, ya fueran con pequeñas porterías de metal o simplemente con cuatro piedras, sucedían encuentros maravillosos, jugadas memorables, rivalidades a muerte y complicidades efímeras y eternas. 

Después de cada batalla, de regreso a casa de mi abuela, nos esperaba con jarras enormes con agua fresca de sandía, guayaba, ciruela, naranja, etc. Comíamos discutiendo cuales habían sido las mejores jugadas, nos reíamos de algúno que otro accidente y no faltaba el ardido que se sentaba a comer en las escaleras sin hablar con nadie. El cuerpo se enfriaba y empezaban a doler los golpes que no habíamos sentido al calor de la competencia. Ganar o perder sí era importante, pero nunca definitivo. Al siguiente sábado tendrías otra oportunidad. 

Siempre he pensado que tuve muchos hermanos mayores, en cada juego me enseñaban algo nuevo, desde cómo patear correctamente el balón hasta cómo enfrentar una derrota, pasando por tolerar al otro que no hacía bien su trabajo según mi opinión y el nunca burlarse del vencido. Ellos tuvieron un papel importante en mi desarrollo, aunque no lo supieran. 

De niño no era muy bueno, a veces me enojaba por las burlas y me iba a jugar a otra cosa. Pero nunca me dí por vencido. Mi tío Alejandro, que es apenas dos años mayor que yo, siempre fue mi compañero de entrenamiento. Crecimos viendo jugar al Brasil de los noventas, tratando de imitar a Romario, Ronaldo y Roberto Carlos, admirando la clase de Zinedine Zidane con Francia, la rapidez de Michael Owen con Inglaterra y el férreo catenaccio de Italia con Maldini. Nuestra rivalidad nos volvía cada vez mejores, el me retaba constantemente y yo a él. Cada fin de semana llegábamos con nuevos retos, competimos en dominadas, fútbol-tenis (o cuadrito, como nosotros le decíamos), filigranas que veíamos en la tele, colgábamos llantas para ver quién le daba al centro, con parte interna del pié, con parte externa, dominabamos latas de aluminio aplastadas, tirábamos penales, entre muchas cosas más. Soñábamos con ser profesionales, con entrar a la cancha en un estadio repleto de espectadores y jugar con la selección mexicana. Pero no era el fin, el fin siempre fue divertirnos y competir. 

Así fue como llegué a obtener un nivel decente. Ya en la secundaria jugaba seis o siete días a la semana, ya fuera en la escuela, afuera con mis amigos o los sábados con mis tíos. Miraba todos los partidos que podía por televisión y de vez en cuando me encontraba gritando en el estadio los goles del Morelia, o mentando madres. El fútbol se volvió mi vida. 

Después crecieron mis primos menores y se repitió el ciclo. Ahora los que antes admiramos y aprendimos nos volvimos los referentes cercanos, fue otra época maravillosa. Los más grandes se fueron ausentando pero a veces se nos unían. Aquello resultaba épico; las viejas rivalidades seguían allí, los grandes contra los chicos, los chicos contra los más chicos. La casa de mi abuela nos esperaba igual, como la guarida de siempre. 

Pero un día fuimos más los grandes que los chicos y la vida de adulto tiende siempre a sepultar las cosas realmente valiosas. Hoy nos vemos de vez en cuando, a veces solo somos Alejandro y yo, a veces se unen los más chicos (que ahora ya andan en los veintes). Pero sigo sintiendo lo mismo, siempre es una celebración, donde el tiempo pierde peso, el estrés desaparece y la vida no parece tan espesa, solo somos unos niños jugando, disfrutando, sonriendo, compitiendo y soñando. 

Gracias al fútbol mi vida está cargada de recuerdos muy luminosos y felices: Mi tío Guillermo (el doctor) dominando el balón y diciendo "quisiera que se me cayera, pero no puedo", Carlos quitándome el balón sin que me dé cuenta, Moises dandome consejos de cómo armar una jugada bonita, Memo pegándole con parte externa del pié mientras se ríe, Cristian metiendo golazos imposibles para después fallar a un metro de la portería y sin portero, Pedro intentando jugadas de los supercampeones y contando anécdotas inverosímiles, mi papá lanzando una chilena, Hector impasable e imparable, Temo haciendo lo mejor posible (jejeje). David, Daniel, Lalo y mi hermano Fer en la cancha de las vías del tren, la primera vez que pude golpear el balón con efecto entrenando con Alejandro sin importarnos la cancha inundada por el aguacero, etc, etc, etc. 

Todo en escenarios improvisados como La congeladora con sus palmeras poncha balones, la cancha de basquetbol de Pemex que olía a residuos químicos, la canchita junto a las vías del tren donde el pavimento se levantó y tuvimos varios accidentes serios, la calle afuera de la casa de mi abuela con el portón del terreno baldío como portería, el taller de mi abuelo que llenaba de grasa todo lo que entraba, las canchas de Policía y Tránsito; sede del torneo anual de tiro de penales cada 25 de diciembre, entre otros lugares especiales. 

Es por todo esto que ahora, siendo mujer trans, sueño con encontrar un lugar adecuado para seguir jugando, con mujeres, con hombres, como sea. Llevo casi treinta años jugando fútbol y en ningún momento he dejado de disfrutarlo, y sé que encontraré la manera de seguir haciéndolo. Hace algunos días nos juntamos con Alejandro, mi primera vez chutando un balón como mujer trans, y no ha cambiado nada, ambos estamos cerca de los cuarenta y nos sabemos de memoria las mañas del otro. Llegará el día en que estos encuentros cada vez más fortuitos dejen de suceder, llegará el día en que ya no pueda jugar fútbol, pero no será ahora. 

viernes, 31 de julio de 2020

La necesidad de creer en un poder superior



¿Por qué los humanos necesitamos creer en algo más grande que nosotros?

Analizando cada cultura existente y extinta, encontramos en todas algún mito sobre la creación de los seres humanos. También es común y básica la creencia de algún tipo de existencia después de la muerte. Incluso existe evidencia de estas creencias que se remontan a 50 000 o 100 000 años atrás. 

Según estudios aproximadamente el 84% de la población es miembro de algún grupo religioso. Es decir, más de tres cuartas partes de la población mundial creen en algún tipo de poder superior que rige, cuida o soporta su existencia.  

Resulta interesante reflexionar que estamos hablando desde una actualidad en la que el conocimiento científico está al alcance de la mano como nunca antes. Entonces ¿por qué la necesidad de justificar nuestra existencia con la creencia de un poder superior sigue siendo tan necesaria para la mayoría de las personas? 

¿Quién decide sobre nuestras creencias?



Debemos tener en cuenta que vivimos en una sociedad colmada de sistemas jerárquicos o sistemas de poder. La religión no queda exenta de esta situación y lo hemos comprobado históricamente. En estos sistemas de poder siempre, de un modo u otro, el poder suele recaer en algún miembro predominante que se autodenomina o es denominado por su grupo como el representante de alguna deidad o poder superior. 

Es así como el líder o los líderes de estos grupos religiosos deciden cómo las creencias deben ser ejecutadas, y el resto de los participantes solo deben apegarse a estos designios. Estudios recientes demuestran que recordar a Dios nos hace más obedientes.  

Pero no solo la creencia divina sigue estos parámetros. En sociedades donde se ha buscado reprimir la fe religiosa surgen creencias que la sustituyen, como el culto a un líder intelectual o político, al estado o a la patria. Logrando así grados de fanatismo comparables con los vistos en la religión. En cualquier caso, el denominador común es la progresiva supresión del "yo" para ser sustituido por el "nosotros" y finalmente absorbido por el o los líderes. 

Se puede concluir que el miembro más poderoso de cualquier sistema de jerarquía, ya sea un individuo o algún conjunto de individuos, decidirán el cauce de la creencia predominante. Y el incremento exponencial de seguidores dará fuerza a dicha creencia. 

¿Se puede no creer en nada o creer en algo diferente?

Resulta evidente que los seres humanos somos animales sociales, y como tales buscamos representar a nuestros dioses como una extensión de nosotros mismos para alimentar nuestro propio reconocimiento. Así, buscamos proyectar pensamientos y sentimientos en objetos, animales o fenómenos naturales. Esto es lo que fundamenta toda creencia religiosa. 

Resulta, entonces, que el cerebro humano es el único del mundo animal capacitado para darle sentido a su propia realidad. Digamos que somos capaces de utilizar nuestro cerebro como una máquina para la generación de significado. Es así que la religión viene a satisfacer esa necesidad, la de generar estructuras suficientes para soportar una representación efectiva del sentido de nuestra existencia. 

Incluso el poder de los rituales es necesario para ayudarnos a encontrar sentido en nuestras vidas. Y hablamos de rituales que abarcan a creyentes y no creyentes. Los rituales enmarcan los eventos cruciales en nuestras vidas. Algo tan sencillo como graduarse de alguna profesión es ya un ritual que otorga sentido a nuestra existencia. 

En grupos de autoayuda estilo AA y derivados se pide como requisito crucial el creer en algún poder superior. No se especifica ningún Dios en particular, aunque se tiran líneas disfrazadas que apuntan hacia el cristianismo. El caso es que la recuperación de algún adicto o "enfermo emocional" inicia con poner sus defectos y su recuperación en las manos de este poder superior. Porque como individuos no han sido capaces de llevar una vida sana y han terminado por dañarse a sí mismos y a las personas que los rodean.

Concluímos, entonces, que la religión no es más que una necesidad de encontrar vínculos para conectarnos con el entorno y con nuestros semejantes. Es un medio para encontrar alguna guía que nos permita convivir en armonía con el entorno y encontrar sentido a una existencia que por sí misma no nos lo ofrece. Pero, además, necesitamos una fuerza más poderosa que nosotros que nos obligue a reprimir las propias acciones que pueden llevar a autodestruirnos. Y siempre habrá alguien que esté más cerca que nosotros de ese poder superior, alguien o algo que, aprovechando nuestra vulnerabilidad, podrá someternos según su criterio. 

El problema, por lo tanto, es cuando esta creencia termina jugando en contra de nosotros mismos. Y, en general, parece que esto siempre termina por suceder. El pensar que cualquier creencia es una verdad absoluta conlleva el problema en sí misma, ya que resulta que existen otras creencias que afirman lo mismo. Creer religiosamente en algo impide reflexionar sobre la posibilidad de que todo es cierto pero nada es verdad. Y emerge entonces uno de los peores temores de la humanidad, la posibilidad de que en realidad estamos solos, creando y destruyendo significados, engendrando y destruyendo continuamente a nuestros dioses.  

 



  

viernes, 26 de junio de 2020

Miserables


Diferencia de clase

Separar a las personas por clases, tomando como parámetro el poder adquisitivo no me parece suficiente para comprender lo complicado de las diferencias sociales. Pensar que solo existen personas pobres y personas ricas es un criterio demasiado básico. Yo lo considero una separación absurda. Porque al final, tanto los personas que ganan más dinero por su trabajo como las que ganan menos, siguen siendo trabajadores. Un futbolista y un barrendero, al fin, siguen siendo empleados o están supeditados a poderes que los controlan.

Los “ricos” no son los responsables de la desigualdad, pero tampoco los “pobres”. El problema son los que están por encima de todo ello: los dueños de los hospitales que explotan al médico y los dueños de los supermercados que explotan al cuidador de coches. Estas son las grandes corporaciones que lucran con la búsqueda de bienestar, la tristeza y la esperanza. Todas estas grandes corporaciones nos ofrecen lo que no tienen, pretenden adueñarse de nuestra felicidad para después venderla. Digo pretenden, porque aunque así lo parezca, no lo han logrado.

Un arquitecto que dedicó gran parte de su vida a sus estudios para ofrecer un excelente servicio merece el poder adquisitivo que ha logrado obtener. Un bolero que vive al día después de años de trabajar en el mismo lugar y se ha vuelto un experto en su oficio merece ser reconocido y respetado. ¿Y quién podría asegurar que uno es más feliz que el otro?

Los que creen dominar el mundo

El pequeño grupo de personas que cree dominar el mundo está consciente de que aquello que  ofrecen es una mentira y luchan cada día por obligarnos a creerla. Pero no es porque sean más poderosos que nosotros, al contrario, lo hacen porque también son conscientes de su vulnerabilidad. Saben que ese concepto ficticio de felicidad que ellos ofrecen no es más que un espejismo que se aleja conforme más nos acercamos. Ese espejismo es lo que les permite sobrevivir.

Naturalmente somos capaces de ser felices con muy poco. El concepto de felicidad es tan ambiguo que resulta absurdo creer que la única manera de entenderlo es a través del poder adquisitivo. Pero históricamente esta idea ha sido una herramienta muy poderosa para controlar a las personas. El acto de hacerte pensar que no eres feliz te vuelve vulnerable a los que comercian con la esperanza de encontrar la felicidad.


¿Quién sostiene a quién?

México es un país donde la mayoría de las personas se sienten felices y también es uno de los países con más desigualdad. Aquí puedes encontrar a las personas más humildes irradiando felicidad y disfrutando la vida con lo poco o mucho que poseen. Se intuye de manera automática la mentira y la manipulación. Es tolerada porque se cree que no nos afecta.

Todos los “marginados”, los “pobres”, los “vulnerables”, los “menos afortunados” en realidad son los que sostienen al mundo. Generan la energía, fuerza, voluntad, arrojo, valor, esperanza y alegría suficientes para mantener su propia existencia. Pero, además, mantienen vivos a todos esos “poderosos” que no pueden dejar de consumir, que se han consumido a sí mismos hasta volverse agujeros negros, condenados a absorber todo a su alrededor para no desaparecer. Por dentro están vacíos, no hay nada ahí, nada más allá de lo que los “pobres”, en su infinita caridad les quieren dar. ¿Quiénes son, entonces, los verdaderos miserables?

 


lunes, 22 de junio de 2020

La responsabilidad del artista


Decir que alguien es un artista o llamarte a ti mismo artista es muchas veces motivo de represalias. Porque ¿quién eres tú para llamarte artista? ¿quién determina si una creación puede denominarse arte? Yo nunca he tenido empacho en decir que soy artista visual. Que lo que hago es arte, porque así lo considero. 

Nunca estuve de acuerdo en que debía esperar a que alguien con más experiencia que yo me diera permiso de ser artista, eso no significa que no aceptara sus enseñanzas, ni que no me haya esforzado por desarrollar las habilidades necesarias. Tal vez no sea muy buena, tal vez no siga ninguna escuela importante. Lo que hago viene de mí solamente y mi trabajo me ha costado, por ello me siento siempre orgullosa de llamarme a mí misma artista. 

Alguna vez, mientras estudiaba artes visuales en la universidad, un profesor nos cuestionó cuál sería nuestra respuesta hacia una pregunta lanzada en redes sociales: ¿Qué es más necesario para la sociedad, un médico o un artista? Si te estuvieras muriendo ¿a cuál de ellos llamarías? Sinceramente a mí la respuesta me resultó bastante obvia: Depende de qué clase de muerte estemos hablando.

¿Quién es una artista?

Yo lo veo de la forma más sencilla. Una artista es aquella creadora que se dedica al arte como profesión. Así como un médico es aquel o aquella que ejerce la medicina, así un artista es todo aquel o aquella que ejerce el oficio del arte. Es claro que existen médicos mejores que otros, pero ambos se llaman a sí mismos médicos. En el caso del arte, determinar si un artista es mejor que otro es algo más subjetivo, depende del punto de vista de cada quien. Si un médico es deficiente; su paciente morirá o puede resultar lastimado. Si un artista es deficiente; pues ya no está tan claro el asunto.

El valor de una obra de arte es tan subjetiva que pueden pasar décadas para llegar a ser reconocida. Como artista visual he creado obras que me me han provocado decir "al fín lo logré, esto si es extraordinario" para después descubrir que ha nadie más le ha provocado algo parecido. En cambio me ha pasado que, algún ejercicio sencillo de trazo o color ha llegado a causar gran admiración. 
Como iluminador, técnico y espectador de teatro me ha pasado algo parecido. He visto puestas en escena que han logrado hacer vibrar partes de mi ser que desconocía, pero al tratar de compartir esa sensación con alguien más, resulta que esa persona ha visto otra cosa, algo que no le agradó, y lo que yo vi, para ella o él ha pasado desapercibido. Por ello, con el tiempo, he comprendido que la vocación artística desafía toda razón, lo ha hecho siempre. 


¿Para qué necesitamos a los artistas?

Yo considero que la necesidad del arte no es más ni menos importante que la necesidad de la medicina. Es diferente, mientras una se encarga de cuidar y conservar nuestra salud física y mental, la otra se encarga de cuidar y conservar la esencia de lo que somos y recordarnos mirar de vez en cuando hacia el infinito
El arte nos muestra la verdad de nuestro mundo, el que hemos creado, ve más allá de las apariencias. Nos permite ver sin tapujos el legado de nuestra humanidad. 
Ser artista es un acto de generosidad, es abandonar cualquier seguridad en pos de ofrecer al espectador una pequeña mirada hacia lo desconocido. Es exponerse al peligro de perder cualquier atisbo de sentido para crear una ventana hacia el vacío que yace en lo más profundo de nuestro ser individual y colectivo. 

¿Qué opinas tú? Si eres artista o espectador por favor comenta, el diálogo siempre abre puertas donde aguardan tesoros desconocidos. 

 

Codependencia; ¿de quién depende nuestro bienestar?


¿Has sentido alguna vez que esta realidad fue diseñada con el único fin de hacerte sufrir? ¿Te cuesta trabajo aceptar y manejar lo que estás sintiendo? ¿De pronto te sientes furioso sin saber por qué? La codependencia es una condición que afecta a muchas personas alrededor del mundo, principalmente a todos aquellos que están o estuvieron en contacto constante con la vida de algún alcohólico. Saber detectar a tiempo si eres codependiente es muy importante para una sana recuperación. A continuación te haremos saber si tienes el perfil para considerarte una persona con este problema.

En principio debes entender que esta condición no es nada del otro mundo, no tiene que ver con si eres malo, bueno, inteligente, capaz o cualquier otra cosa, es solo el resultado de tus vivencias, su relación con tu carácter y la forma en que reaccionas a las cosas de la vida.

Por lo general una persona desarrolla codependencia después de muchos años de vivir situaciones de alto estrés en su vida, como las pueden producir las personas cercanas con alguna adicción. Una característica principal de alguien codependiente es su incapacidad para aceptar sus propios sentimientos; sentir enojo, tristeza, desánimo, alegría, o cualquier otro sentimiento puede volverse algo imposible de aceptar en su propia persona. Se reprochan a sí mismos y reprimen esos sentimientos, que no desaparecen, sólo se esconden en algún rincón del ser, a la espera de alguna oportunidad de salir, por ejemplo, con pensamientos torturadores constantes que no son más que válvulas de escape, los cuales acompañan los días de estas personas y provocan que su vida sea algo difícil de sobrellevar.

Los permanentes "debería de", "debí decir", "debí de hacer", "debería de estar", son como taladros perforando la mente de un codependiente. De manera constante y sistemática pueden pasar el día deseando estar en otro lugar, haciendo otras cosas, soñando con otra vida diferente a la que tienen, pero sin la claridad y asertividad que se requieren para llevar a cabo sus planes. Se vuelve un sistema de tortura que forma parte de su vida diaria. Vivir así no es saludable, pero un codependiente no puede dejar de hacerlo por sí mismo, está fuera de control, fuera de sí. Ha pasado gran parte de su vida reclamándose a sí mismo lo que los demás intentan hacerle entender pensando que no se da cuenta. Sí se da cuenta, solo no sabe qué hacer con esas emociones tan intensas. 

La ira es un de esas emociones intensas que un codependiente acostumbra reprimir. Está furioso con las acciones de esa persona alcohólica o drogadicta con la que ha vivido, pero no puede decírselo porque el adicto tampoco es culpable de ser adicto, ya bastante está sufriendo al vivir esclavo del alcohol o de la droga, entonces el codependiente solo puede callar, enviar ese coraje a alguna parte de su cuerpo para que esta lo absorba. Sella las salidas del vapor haciendo que este se almacene hasta el grado de destruir su propia autoestima y descargar ese coraje contra sí mismo. Estás dinámicas en la vida del codependiente lo vuelven una persona con una tristeza permanente, o con un miedo enorme hacia la vida y hacia las personas, sentimientos que al no ser procesados de manera saludable tienden a provocar distintos grados de depresión, ansiedad o adicción. 


Siempre es importante acudir con un especialista, buscar ayuda es el primer paso para desprenderse de este malestar. Como lo dije al principio, ser codependiente no tiene nada que ver con ser buena o mala persona, mucho menos con ser incapaz, es solo una forma de ser que nos está lastimando. Por consecuencia lo más sano y prudente es aceptar lo que somos, sin juzgarnos. Aceptar también que podemos estar mejor, que nuestro bienestar depende en su mayoría de nosotros mismos. Cada uno sabemos dentro de nosotros lo que deseamos de la vida, lo que nos hace felices y lo que nos lastima. 

Como codependiente en recuperación puedo decirte que acudir a terapia y sobre todo; aprender a aceptarme, poco a poco me ha cambiado la vida, me doy cuenta ahora de lo insufrible que se había vuelto mi mundo y agradezco a mí mismo todos los días el haber tomado la decisión de buscar ayuda y cambiar para bien. Anímate, la vida no es ese oscuro callejón sin salida que imaginamos, tenemos derecho a sentirnos bien, hacer lo que nos gusta, disfrutar de la compañía de los demás, y sobre todo, tenemos derecho a equivocarnos y volverlo a intentar, dejemos de ser tan severos con nosotros mismos, somos simplemente seres humanos.   

El accidente

  No alcanzó a frenar, tal vez porque estaba ebrio. Pero él siempre estaba ebrio, así estaba acostumbrado a manejar. Todos frenaron excepto ...